El Día en que Llegué a ser un Cordel

por Jul 17, 2017Blog, Nuestras historias0 Comentarios

Sister Cathy Vetter and Eyerusalem

Vivo en una villa que está en medio de la Ciudad de San Luis Missouri. Mi villa es multinacional, multicultural y multi-generacional. Se mantiene unida por un cordel, un cordel de relaciones. Esta es la historia de “el día en que llegué a ser cordel”.

Era un día frío, como normalmente son los días de diciembre en San Luis Missouri. Mis vecinos de Nepal estaban afuera, caminando por ahí y disfrutando del día, pero mis vecinos de Etiopía estaban dentro, lejos del frío. Yo normalmente mido el clima realmente frío y nevado basándome en el hecho de que los nepaleses usen chanclas o zapatos tenis. Normalmente solo usan zapatos tenis si el suelo está cubierto de nieve.

Cuando sonó el timbre de la puerta, me dio gusto ver a Debesa, mi vecino de al lado. He llegado a conocerlo bien, al igual que a su familia, proveniente de Etiopía, a lo largo de los últimos años. Él, su esposa Senknesh y sus hijos gemelos llegaron aquí de un campo de refugiados en el este de Kenia cuando los gemelos, Kananifto y Moses, tenían como dos años y medio. Debesa trajo a su amigo Mazagnia para que me conociera. Mazagnia y su familia acababan de llegar a Estados Unidos del mismo campamento de refugiados donde sus familias se conocieron. Mazagnia es etíope, pero su esposa, Adol, es de Sudán. Tienen tres hijos de 8, 6 y 2 años de edad. Me explicó que su esposa es católica y él quería saber si había una iglesia a la que ella pudiera ir. Le indiqué hacia donde quedaba la iglesia de San Pio V, solo a una calle de distancia. Le dije que se les recibiría con gusto, le di el horario de las misas dominicales y le sugerí que fueran allá en algún momento la siguiente semana para registrarse y conocer al personal. Cuando los dos hombres se fueron, me di cuenta de que, aunque era un día frío, Mazagnia no tenía puesto un abrigo o un suéter.

Decidí esperar a que regresaran para preguntarles por qué él no usaba una chaqueta. Cuando regresaron salí al porche y les hice señas para que se acercaran. Cuando le pregunté a Mazagnia si tenía una chaqueta o si no la necesitaba en este clima, Debasa fue el que respondió y me dijo que su amigo no tenía una chaqueta; él y su familia no tenían nada. Eran nuevos aquí y tenían muy pocas cosas; no tenían chaquetas ni ropa de invierno. Los invité a pasar y me apresuré a subir a la planta alta por una chaqueta para dársela. Cuando regresé todavía estaban de pie en el porche. Mazagnia estaba muy agradecido y se puso la chaqueta amarilla que había estado colgada, sin usarse, en nuestro armario. Le pregunté: “¿Qué talla es tu esposa? ¿Es de mi talla?”. Él sonrió y dijo a señas: “No ella es una mujer corpulenta”, indicó con las manos que su mujer era más alta y más gruesa que yo.

Mientras los observaba entrar a la casa de junto, me pregunté qué podía darles para que no tuvieran frío, encontré gorras, bufandas y cuatro colchonetas de yoga. Casi sentí pánico. Los pronósticos del tiempo indicaban que en diciembre la temperatura iba a descender en el fin de semana, casi a 0 grados. Serían días muy fríos. Era muy probable que estas personas enfermaran. No podrían salir para nada.

Llevé todas las cosas que había reunido a la casa de al lado y me recibieron con abrazos y sonrisas.
Mazagnia me abrazó y dijo: “Nosotros no usamos chaquetas” y tocó la manga de la chaqueta que tenía puesta. “En Kenia siempre hace calor. Llegamos a 110 grados Fahrenheit (43 grados centígrados) o más en el verano. En el invierno tal vez baja a 80 grados Fahrenheit (26 grados centígrados). No es como aquí. No usamos sacos, chaquetas ni suéteres.

Le dije a mi Nuevo amigo de Etiopía que, de alguna manera, me aseguraría de que tuvieran algo que los mantuviera calientes. Entonces me tomó del brazo, me miró a los ojos y me digo: “Usted es un cordel”. Estoy segura de que la expresión de mi rostro le indicó que no le estaba entendiendo. Repitió: “Usted es un cordel. Mi amigo me llevó con usted y usted me llevará a otros que me ayudarán”. Cuando caminé de regreso a casa, me preguntaba cómo sería yo un cordel.

Esa misma noche, fui a una celebración que era parte de un retiro en la parroquia donde he trabajado durante más de 10 años. En ese tiempo, he llegado a conocer a muchas personas y podía ver alrededor de la sala, reconocer a muchas personas y llamarlas por su nombre. Y eso fue lo que hice. Busqué mujeres que tuvieran hijos varones. Ahí estaba Tara con sus muchachos. ¿Tenía chaquetas usadas para los niños de Etiopía? Y ahí estaba Linda. Le pregunté si Jake había crecido y ya no le quedaba algo de su ropa. ¿Podría compartirla con estos nuevos inmigrantes? ¡Sí, me dijo que buscaría esa ropa! “Necesito la ropa esta semana”, les dije. “Ellos tienen frío y la temperatura va a seguir bajando. No tienen nada”.

Tara me llevaría algo el lunes. Linda tenía algunas cosas y conseguiría más. Preguntó qué se necesitaba. Regresó el domingo. El lunes por la mañana llevé lo que había conseguido a la casa de al lado para entregárselo a Senknesh y a Debesa; yo no sabía dónde vivía Mazagnia.

Mientras estaba ahí, hablando con Senknesh y dándole las cosas para Mazagnia, escuché a alguien hablando afuera en el porche. Era Eyersalem. Yo sabía que ella también era etíope y que vivía en el piso de abajo del edificio donde vivían Senknesh y Debesa. Ella estaba hablando con una joven que yo no había visto antes. Era delgada, cargaba a un bebé en la espalda y tenía a una niñita a su lado. Me presenté. Eyersalem actuó como intérprete. “Esta mujer viene de Etiopía, y ella y su familia han estado aquí solo uno o dos meses. Ella tiene a su esposo y cinco hijos. No tienen nada”.

La mujer no tenía un abrigo o un suéter. Sus hijos solo tenían ropa ligera de verano. Entré a mi casa y regresé con ellos con un abrigo mío que ella podía usar. Encontré un par de mantas para envolver al bebé. Pregunté: “¿Qué tallas necesitan? Va a hacer mucho frío dentro de pocos días. Voy a encontrar algo para ellos”.

Le mandé un correo electrónico a Linda: “Necesitamos hacer más”, le dije. Le di las edades y el sexo de los niños. “¿Qué podemos hacer? ¿Tenemos que movernos rápido? La temperatura estará muy baja para el jueves. Ellos tienen frío”.

Linda fue maravillosa. Para el miércoles tenía donativos de muchas otras personas. Tenía ropa, cobijas y ropa de cama… hasta juguetes para los niños. Llegó con dos camionetas cargadas y los conductores le ayudaron a bajar todo. Su esposo no fue a trabajar para encontrarse con nosotros y entregar las cosas. Eyesalem nos acompañó para actuar como intérprete.

Lo que sucedió entonces fue maravilloso. Observé mientras llevábamos bolsas y cajas a una de las casas y luego a la otra. Pude ver los rostros de los pequeñitos al asomarse a ver las cosas y encontrar camiones y osos de peluche que de inmediato empezaron a acariciar. Sus sonrisas se mezclaban con las lágrimas que brotaban de nuestros ojos. Pude ver a sus madres, que no podían hablar entre sí, pero intercambiaban miradas de amor para los niños que nos acompañaban.

 

Community Members

 

Entonces, Linda empezó a hacer listas de las demás cosas que necesitaban: sillas, una alfombra para el piso, un sillón para que los niños pudieran sentarse y dormir, un estante para guardar los implementos de cocina, muebles con cajones para la ropa.

Volvió a leer su correo electrónico y una semana después llegó otra caravana a nuestra Ciudad, a las calles donde mucha gente teme venir. Pero esto era para sus nuevos amigos. Y trajo a otros conductores y personas para que ayudaran a bajar las cosas de los vehículos, y para conocer a las familias.

En esta ocasión, nos sentamos en la sala, entregamos lo que teníamos y tomamos té con una rebanada de pan blanco que nuestra anfitriona nos sirvió en diversas tazas y platos. ¡Era una fiesta! Solo podíamos hablar a señas, sonreír y abrazarnos, pero nos estamos conectando en el amor. Uno de los hombres que pudo aprender inglés nos cuenta parte de su historia. Habían estado muchos años en el campamento de refugiados en el este de Kenia. Ahí fue donde todos se conocieron. Ahí fue donde nacieron sus hijos. Pero ahora están aquí, en un país que es libre. Ellos desean desesperadamente encontrar trabajo para poder mantener a sus familias. Asisten al Instituto Internacional para aprender inglés. Los niños van a la escuela (los veo cada mañana esperando el autobús). Están aprendiendo inglés rápido. Son curiosos y son muy inteligentes. Actúan como intérpretes con sus mamás, que tienen pocas oportunidades de asistir a clases pues deben quedarse en casa con sus hijos pequeños.

Cuando nos alejamos, somos diferentes. Hemos conocido a familias fuertes y a padres de familia fuertes que están educando a niños fuertes. Son un don para cada uno de nosotros.

Sigo conociendo a mis vecinos. Ellos confían en mí y yo confío en ellos. Me cuentan sus historias. Me invitan a comer con ellos y estoy aprendiendo a disfrutar el comer con los dedos y a usar el esponjoso pan etíope como cuchara. Escucho las historias, cargo a los bebés y abrazo a los niños.

Me dicen “Mamá” y me siento orgullosa de que me den ese título tan especial. Es verdad, yo podía ser la mamá o la abuela. Ellos cuidan de mí y yo cuido de ellos. Somos una comunidad. Ellos son mi villa. Yo soy un cordel para la villa. ¡Qué rol tan lleno de bendiciones tengo! Pido a Dios ser fiel a él. Cuando salgo por la puerta de mi casa, escucho que dicen mi nombre: Mamá, ¡no dicen Cathy! Y veo sus sonrisas y sus saludos con la mano; sé que nuestro Dios del universo nos está reuniendo para crear un mundo de amor y alegría, de compasión y de paz. Somos una familia, un Cuerpo de Cristo.

 

Sister Cathy and Adol

La Hermana Cathy y Adol

 

Escrito por nuestra Hna. Cathy Vetter, CCVI.


En la fotografía del encabezado: La Hermana Cathy Vetter y Eyerusalem.

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *